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Visitas a Sabayes, a la sede de la
fundacion
2011
Lilian Bergsma, Laura Isaza, Salome Estallo, Jan van Eden, Laura Bergsma,
MariBel Fortuño, Pepa Santolaria en la bodega de la sede
de la Fundación - Julio 2011
Laura Isaza
es la autora de la reflexión sobre
Sabayes, escrita originalmente en Ingles, sigue traducción en castellano.
With the crackles of the vinyl disc of Abbey Road filling the room, Pepa
twirling around the furniture, and John Steinbeck’s The Moon is Down in
my hands, I absorbed the radiating sunlight coming through the open doors of Jan
and Pepa’s second home in this little Spanish town with only fourteen permanent
residents. My time in Sabayés felt like a dream. Sometimes we would do just
this, relax, read, hear the scratchy sound of records from the best band of all
times, and enjoy the sunshine that Seattle seldom offered. And sometimes the
daylight would wake us in the morning and energize us to walk up past the almond
trees and to the top of the small rocky mountain that held medieval ruins and
wildflowers and overlooked the green and golden meadows. The sun was
inexplicably beautiful, permanently stuck in my favorite state of glowing that
anywhere else in the world only occurs right before the sun sets.
When we came
back from our walks, my friend and I would go into Jan’s gallery and sit there
for hours, reveling in the complexities and nuances of his varied artwork.
Daily, the multicultural lot of us that ranged from Chileans to Spaniards, Dutch
people, Colombians, and Americans all gathered for lunch to tell and hear
stories, personal and historical, and discuss topics like urbanization, the
meaning of art, and the possibilities and limitations of technology. We held an
appreciation for not only the wondrous parts of life, but also the tragic
aspects, and we intellectually pushed the boundaries of the socially acceptable.
With my friend, her parents, and Pepa and Jan, I felt as though with family,
even though mine was thousands of miles away. Surrounded by these eclectic,
freethinking people who were bonded by a setting and a love for the totality of
life, I would simply smile and enjoy their wisdom, letting my own thoughts weave
through the conversation. I could feel the sincerity of each syllable I heard
and spoke, and I was reminded of the magnificence of thoughtful, honest
arrangements of words that validated my humanity.
After lunch we
could go down to the pathway bordering the stream, where the grass grew a bit
longer and greener. Every footstep was a new and greater experience. Reaching
the end of the trail, we made our way to the town
church that had been standing for hundreds of years. With brooms and trash
bags we emptied the church tower of the litter that had been slowly accumulating
over time. Despite the unpleasant smells and the occasional run-ins with birds I
completed the task contentedly: an act of slightly bettering the community of
those who had introduced me to new concepts and expanded my intellectual
horizons.
The simplicity
of Sabayés was its complexity. There was mystery in each lyric of a record, each
almond underneath its shell, and each stone of the medieval ruins on top of the
mountain. And while there was a satisfaction of merely being there with all of
those objects and ideas, the excitement lay in the hunger to better understand
them. Sabayés was the perfect place to contemplate what I had never before
realized was worth considering. Although Sabayés represents an ideal place of
blissfulness, I am glad that I have been returned to the rest of the world
because the point of my time there was to take the appreciation for intrigue and
discovery and use that to explore new places, ideas, systems, and cultures in
order to gain an understanding or at least a personal meaning of them in order
to help contribute to their existence. I hope to take the inspiration that I
gained from this town of fourteen residents and use it to incite more people’s
curiosity and change, revise, or add ideas that advance the global community.
En castellano:
Texto escrito por Laura Isarza después de visitar
Sabayes (Huesca) con su amiga y mi ahijada Laura Bergsma, entonces tenían las
dos 14 aňos.Laura Isarza y Laura Bergsma viven con sus padres en
Seattle USA.
Con el crepitar del vinilo de Abbey Road invadiendo la
habitación, Pepa revoloteando alrededor de los muebles y yo con La luna se ha
puesto de John Steinbeck en las manos, impregnándome de los rayos de sol que
entraban por las puertas abiertas de la segunda residencia de Jan y Pepa en este
pueblecito de tan sólo catorce habitantes. Mis días en Sabayés fueron como un
sueño. A veces nos limitábamos a esto, a relajarnos, leer, escuchar el cascado
sonido de la mejor banda de todos los tiempos y disfrutar de un sol que
raramente asoma en Seattle. Y a veces también la luz del alba nos despertaba por
la mañana y nos daba energías para caminar hasta los almendros y subir a la
pequeña colina con ruinas medievales y flores silvestres para admirar los prados
verdes y dorados. El sol era inexplicablemente hermoso, atrapado de forma
permanente en el de mi estado favorito de luminosidad que en cualquier otra
parte del mundo sólo sucede justo antes de la puesta del sol.
Cuando volvíamos de nuestros paseos, mi amiga y yo íbamos a
la galería de Jan y nos sentábamos allí durante horas, deleitándonos con la
complejidad y los matices de su variada obra. Todos los días, nuestro
multicultural grupo compuesto por chilenos, españoles, holandeses, colombianos y
estadounidenses nos reuníamos a la hora de comer para contar y escuchar relatos,
personales e históricos, para hablar sobre temas como la urbanización, el
sentido del arte y las posibilidades y limitaciones de la tecnología.
Apreciábamos no sólo las partes maravillosas de la vida, sino también los
aspectos trágicos e, intelectualmente ampliamos las fronteras de lo socialmente
aceptable. Con mi amiga, sus padres, Pepa y Jan, me sentía en familia a pesar de
que la mía estaba a miles de kilómetros. Rodeada de esta gente tan ecléctica y
liberal, unidos por un ambiente y un amor por la plenitud de la vida, me
limitaba a sonreír y a disfrutar de su sabiduría y dejaba que mis pensamientos
se entrelazaran con la conversación. Sentía la honestidad de cada sílaba que oía
y pronunciaba y me recordaron la magnificencia de esa disposición de palabras
meditadas y sinceras que reafirmaban mi humanidad.
Después de comer, podíamos bajar por el sendero que bordeaba
el arroyo donde la hierba crecía un poco más alta y más verde. Cada paso era una
nueva y mejor experiencia. Al final del camino nos dirigimos hacia la iglesia
del pueblo que llevaba en pie cientos de años. Con escobas y bolsas de basura en
mano vaciamos la torre de la iglesia de la basura que se había ido acumulando
con el tiempo. A pesar del desagradable olor y los encontronazos esporádicos con
los pájaros terminé mi tarea con satisfacción: un acto de mejorar ligeramente la
comunidad de aquéllos que me habían introducido en nuevos conceptos y expandido
mis horizontes intelectuales.
La simplicidad de Sabayés era, al
mismo tiempo, su complejidad. Había misterio en cada una de las letras de las
canciones, en el olor de cada almendra y en cada piedra de las ruinas medievales
que coronan la montaña. Y, si bien era satisfactorio el simple hecho de estar
allí con todos esos objetos e ideas, la emoción residía en el anhelo de
entenderlos mejor. Sabayés era el lugar perfecto para contemplar lo que nunca
había pensado que valiese la pena considerar. Aunque Sabayés representa un lugar
ideal de lo que la felicidad suprema significa, me alegro de haber vuelto al
mundo real porque mi estancia allí cobró sentido al apreciar la curiosidad y el
descubrimiento y utilizarlo para explorar nuevos lugares, ideas, sistemas y
culturas para comprender mejor o, al menos, tener un sentido personal de éstos
para ayudarles a contribuir en su existencia. Espero aprovechar la inspiración
que he sentido en este pueblo de catorce habitantes y usarla para despertar más
la curiosidad de la gente y cambiar, revisar o aportar ideas que potencien la
comunidad global. [traducción
Miguel Santolaria]
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